A partir del domingo, y después durante todos los martes de 2014, ABC revisa los principales conflictos bélicos desde 1914, cuando estalla la I Guerra Mundial, hasta 1989, con la caída del Muro de Berlín
Soldados sobre la Puerta de Brandenburgo durante la revolución de noviembre de 1918 en Berlín
Aunque el Diccionario de la Real Academia define la palabra
«motín» como «movimiento desordenado de una muchedumbre, por lo común contra la autoridad constituida», definición muy próxima a
«rebelión» o «revuelta», su uso se ha aplicado, también y específicamente, a
levantamientos de soldados y oficiales de unidades terrestres o tripulaciones de barcos contra el mando militar.
Las gentes se levantan por causa del hambre y la penuria, inflamadas por prejuicios raciales y religiosos, sacudidas por los desastres de las continuas guerras o por afrentas del poder: impuestos abusivos, excesos legislativos o judiciales, corrupción, nepotismo, gusto por los actos de fuerza, prevaricación… Y algunas veces, soldados y marineros no disparan contra ellas, dejan de mirar a otro lado y se suman.
Los motines, revueltas y rebeliones suelen encalmarse una vez se encarrilan los problemas que las causaron, a no ser que minorías organizadas (comunistas, nazifascistas, fundamentalistas religiosas, militares golpistas, racistas o étnicas, etc.) estén decididas a darle una vuelta a la tortilla. Todo hay que decirlo: «Revolución» es una palabra muy bonita que encubre una realidad casi tabú: «Guerra civil».
Pese a la abrumadora unanimidad impuesta por
una propaganda cada día más extensiva y sofisticada, allá cuando se inauguraba violentamente, el siglo XX también fue, desde la Primera Guerra Mundial, generoso en motines de soldados y marineros hartos de injusticia. A ellos dedica su atención
Armando Fernández-Xesta en
«La Larga Guerra del siglo XX, 1914-1989», serial de reportajes que
se presenta el domingo y que se publicará
cada martes a partir del 7 de enero en ABC.
Revoluciones, alzamientos...
Este paisaje comienza al inicio de la Revolución Rusa en febrero de 1917, cuando varios destacamentos militares se niegan a disparar contra manifestantes adversos al gobierno zarista por causa del hambre y la desolación de la I Guerra Mundial; y se continúa con el famoso alzamiento de los marineros de Kronstadt contra el poder bolchevique en la guerra civil que lo enfrentará con los mencheviques y sus aliados extranjeros hasta 1922.
También en 1917, pero en Francia y cerca ya la victoria, decenas de unidades de la II División Francesa se niegan a continuar una inútil ofensiva del general Neville. Por último, ya en 1918 se producirán dos tipos de levantamientos en los Imperios Centrales. Por una parte, los que conducirán a los nacionalistas checos, húngaros y serbio-croatas a crear Hungría, Checoslovaquia y Yugoslavia con el desmembramiento del Imperio Austro-Húngaro. Y, por otra, los motines militares que provocan la Revolución de Noviembre, la caída del Káiser, la rendición alemana y la proclamación de la República de Weimar.
La guerra de inteligencia
T. H. D. MADRID
Conocer los planes del enemigo, ocultar los propios, desviar la atención o engañar con ardides muy sofisticados para que imagine operaciones ficticias... Todo ello forma parte de la estrategia de todas las guerras. Y cada una de ellas ha tenido sus grandes protagonistas. Dicen que la II Guerra Mundial pudo acabarse en Europa dos años antes porque la inteligencia aliada supo descifrar los códigos alemanes, que se encriptaban gracias a un artefacto parecido a una máquina de escribir, bautizado con el nombre de «Enigma». A esa labor se dedicaban matemáticos brillantísimos, como Alan Turing, jugadores de ajedrez y expertos en crucigramas y otros pasatiempos. Algo que los británicos ocultaron hasta finales de los sesenta porque, después de la guerra, habían diseminado por el mundo ese cachivache y siguieron controlando la información.
La tinta invisible, los disfraces y la habilidad para la simulación, inventiva para encontrar escondites o transportes inverosímiles... Todas las viejas técnicas del espionaje se vieron remozadas por los avances científicos y culturales: el uso de la prensa para comunicar mensajes, la microfotografía y la radio permitieron hazañas como la del español Joan Pujol, el agente «Garbo», quien logró hacer creer a los alemanes la operación «Fortaleza Sur», lo que facilitó el desembarco en Normandía, pues el enemigo estaba seguro de que iba a ser por Calais.
La guerra de inteligencia en el Pacífico fue no menos inventiva. La marina aliada ingenió un código opaco para los japoneses: se cifraban los mensajes en lenguas muy minoritarias, la de los indios navajo o la de los cherokees. Ni aprendiendo el tam-tam o las señas de humo podrían haberlos descifrado.
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