En plena eclosión expresionista, el Nosferatu de Murnau pronto se convirtió en un referente del cine alemán y, además, la película abrió las puertas del séptimo arte a un nuevo género: el cine de vampiros, una de los mitos de terror mas zarandeados por todas las cinematografías del planeta.
Hollywood se apuntó a la fórmula nueve años después de la película de Murnau. Entonces, de la mano de la Universal y del realizador Tod Browning, el estudio dio luz verde a Drácula (1931). Browning contrató a un desconocido Bela Lugosi, intérprete húngaro que, en aquellos momentos, protagonizaba una de las versiones teatrales de la obra. El éxito de Lugosi, y de la película, confirmó lo que la Universal sospechaba: los vampiros eran un auténtico filón, una veta de oro. Así llegó la época más álgida del género, que se alargó hasta finales de los años treinta. Las pantallas acogían por entonces todo un desfile de cintas vampíricas de calidad desigual, en el que destacaron películas como La marca del vampiro (1935), interpretada por el propio Lugosi, o La hija de Drácula (1936), protagonizada por Gloria Holden.
La avalancha de títulos propició que el género decayese a finales de la década y, salvo intentos esporádicos, hubo que esperar a los años cincuenta para resucitarlo. En 1958, de la mano de la productora inglesa Hammer Films – que un año antes había iniciado la recuperación de otro mito del terror como Frankenstein – Terence Fisher firmó El horror de Dracula, película protagonizada por Cristopher Lee. Se trata de un filme exhuberante y lírico, pleno de sugerencias sexuales que reeditaba un éxito conocido hasta el momento sólo por Bela Lugosi. Al igual que él, Lee quedó atado de por vida a los vampiros, interpretandolos de nuevo en películas como La maldición de los Karnstein (1963), Drácula, príncipe de la oscuridad (1966), Drácula resucita de la tumba (1968) y El Conde Drácula (1970), dirigida por el español Jess Franco.
Los nosferatu también visitaron otros géneros cinematográficos algo más tarde, en los años setenta, cuando la comedia, el drama racial o el género erótico
- se convirtieron en espacio abonado para los no-muertos. Títulos como El eroticón (1970), con Marty Feldman chupando la sangre de asustadas y deseables jovencitas, La danza de los vampiros (1976) de Roman Polanski, Vampira (1974) de Clive Donner o Drácula negro (1972) de William Marshall así lo prueban. Pero también fue el momento de filmes importantes, como el remake del clásico de Murnau Nosferatu, que firmó Werner Herzog en 1979, con Klaus Kinski como el Conde Orlock, o Dracula, dirigida en 1974 por John Badham, con Frank Langella en el papel del Conde y Lawrence Olivier como Abraham Van Helsing. Pero, la degeneración definitiva del fenómeno llegó más tarde y los vampiros aparecieron en los filmes más infames, rodeados de chicas en bikini, tomando el sol en la playa o en los institutos norteamericanos. El baile de los malditos (1988), Los malvados de la noche (1985), Fright Night (1985), Me casé con un cadáver (1986), Life Force (1985) de Tobe Hooper o Jóvenes Ocultos (1987) de Joel Schumacher son buenas muestras del cine de vampiros que se hizo popular en los ochenta.
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