Un enjambre de abejas en una colmena en Cahecho (Cantabria). |
Carlos de Hita.
Carlos de Hita
No es reina en el sentido en que lo entenderíamos entre los
hombres. No da órdenes, sino que se encuentra sometida, como el último de sus
súbditos, a ese poder oculto y soberanamente sabio que llamaremos el espíritu de
la colmena.
Maurice Maeterlinck, La vida de
las abejas
En la naturaleza, las ecuaciones pueden ser muy simples. Si un alimento
abunda y lo hace en el momento oportuno, siempre habrá quien saque beneficio de
ello. Así, por ejemplo, especies tan distintas como urogallos y osos cantábricos
dependen en buena medida de que los frutos de los arándanos maduren en cantidad
y en el momento oportuno, allá para el otoño.
Pero para que los arándanos y la mayoría de los frutos silvestres
fructifiquen, primero tienen que ser polinizados. Y es aquí donde se plantea uno
de los principales problemas ambientales de toda Europa, con la práctica
extinción de los panales silvestres de abejas melíferas, las principales
polinizadoras. Las abejas están desapareciendo, lo que constituye una tragedia
silenciosas, casi desapercibida. Porque sin abejas zumbando en primavera no hay
floración; y con pocas flores habrá menos frutos, menos osos, urogallos y demás
especies.
En la conservación de la naturaleza las soluciones, a veces, también pueden
ser muy simples. Y de una simplicidad genial es la iniciativa del
Fapas, el Fondo para la Protección de Animales Salvajes,
financiada por la Fundación Banco de Santander, que consiste en desplazar
colmenares móviles al lugar y al sitio preciso, para favorecer la polinización
del arándano.
Pero mientras tanto, las abejas hacen su vida en comunidad en un incesante
trasiego entre el sol y las tinieblas; de los campos de luz a la oscuridad de
las colmenas. Aunque formado por una reina, la reina madre de las abejas, un
enjambre es en realidad una pequeña república. Decenas de miles de abejas
obreras, algunos centenares de machos, los zánganos, y una única reina actúan
regidos por una voluntad colectiva, un orden social gobernado aún no se sabe muy
bien cómo.
En un colmenar todo el mundo sabe lo que tiene que hacer. Así, las obreras
exploradoras saben dónde y cuándo tienen que volar para encontrar las flores
cargadas de néctar. En ocasiones sus viajes de descubierta les llevan a
distancias superiores a un kilómetro. Y al volver a casa saben transmitir esa
información al resto de la colmena.
Sin recibir orden alguna, las abejas soldado saben cuándo hay que vigilar la
piquera, la entrada a la colmena, y evitar la llegada de intrusos, ya sean
abejas perdidas de otras comunidades, o abejorros, polillas y enemigos de otras
especies.
Dentro de la colmena, en un mundo siempre a oscuras, otras obreras, las más
jóvenes, saben, sin que nadie se lo haya dicho, a qué temperatura deben mantener
el interior de esta especie de bodega donde el néctar criado al sol madura
convertido en miel. Y a ello se aplican ventilando con aleteos más o menos
intensos.
Saben incluso cuándo hay que enjambrar y crear una nueva reina, que se pasea
brevemente al principio de su reinado por los panales con un chirrido agudo, el
canto de las reinas, producido al frotar sus alas.
Para los entomólogos, gente práctica, la suma de tantas voluntades en una
dirección común es cuestión de olor de feromonas, interpretación de la luz
polarizada del sol, danzas ritualizadas y estados hormonales colectivos.
Pero hay otras formas de interpretar las cosas. Hace más de un siglo, esta
capacidad de armonizar muchos para 'pensar' como uno solo ya fascinó a Maurice
Maeterlinck, el dramaturgo y premio Nobel belga, que escribió el libro más
bello -también quizá el más impreciso- sobre apicultura y lo tituló
La vida
de las abejas. En su visión literaria de las cosas, la abeja reina no era
más que una rehén sometida a la tiranía de una inmensa república de obreras.
Todas ellas hijas suyas, por cierto. Para definir lo que ahora empiezan a
descubrir los entomólogos acuñó una expresión bellísima: el espíritu de la
colmena.
Toda la información en www.fapas.es
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