1-Diferencia las 4 etapas que se sucedieron durante la Guerra de la Independencia
2-¿En qué batalla fue derrotado por primera vez en campo abierto el ejército francés? (explícala brevemente)
Viendo que su ejército estaba sufriendo la furia de la resistencia española, el mismísimo Napoleón Bonaparte acudió a la Península para dirigir en persona a sus tropas. Entró en el territorio con un gran ejército con el que venció una y otra vez a los españoles. Finalmente, pacificó Madrid, Zaragoza y llegó hasta Andalucía. En cambio, en enero de 1809 se le informó de que Austria le había declarado la guerra, por lo que se vio obligado a marcharse a Paris y dejó a sus mariscales para que terminasen el trabajo.
Fase central de la contienda. La participación militar de Gran Bretaña y el nacimiento de la guerra de guerrillas impidieron a los mariscales franceses hacerse con varios de sus objetivos (entre ellos Galicia). El avance, para desesperación de los galos, fue detenido.
La situación se inviertió. El imperio napoleónico empezó a tener problemas en Europa y, en España, la iniciativa en la guerra la tomaron los hispanos con ayuda de los ingleses y los portugueses. Finalmente se presionó tanto a los franceses que Napoleón se vio obligado a firmar la paz.
2-La batalla de Bailén. Se sucedió el 19 de julio de 1808. Por entonces, el ejército francés pretendía partir desde Madrid y, a través de la ciudad de Bailén, entrar definitivamente en Andalucía y acabar con uno de los reductos más destacados de la resistencia española. Sin embargo, un ejército al mando los generales Castaños y Reding logró detener el avance galo. Supuso la primera derrota en campo abierto de los soldados de Napoleón y provocó que los invasores abandonaran Madrid y se replegaran hasta el norte del Ebro. Además, significó un revés para el orgullo del «pequeño corso», que sintió que su invencible armada había sido humillada por un contingete inexperto y formado, en buena parte, por milicianos.
El 19 de julio de 1808, las tropas de Bonaparte sufrieron en Andalucía su primera derrota de la historia en campo abierto
Un día como hoy, aunque hace nada menos que 205 años, las tropas españolas lograron un hito que ningún otro ejército había conseguido antes: vencer a las fuerzas de Napoleón en combate abierto. Aquella jornada, bajo un sol de justicia andaluz que acosaba a los soldados con una temperatura de 40 grados, las huestes del «pequeño corso» nada pudieron hacer contra los briosos hispanos que, a mosquete y espada, defendieron el pequeño pueblo jienense de Bailén del invasor.
Ese 19 de julio de 1808 los españoles no sólo humillaron a las altivas tropas napoleónicas mediante un ejército formado por multitud de milicianos, sino que también lograron dar un golpe de efecto que marcaría el principio del fin de la ocupación francesa en España. Así, la batalla de Bailén quedaría grabada con tinta indeleble en la Historia.
Corrían malos tiempos para España en los inicios del s. XIX. Todo había comenzado con un pequeño megalómano, Napoleón Bonaparte, quien, después de subir al poder en Francia años atrás, asumió como suya la tarea de dominar una buena parte de Europa y derrotar al gran enemigo de su Imperio: Gran Bretaña.
Tras caer en la cuenta de que no podía asediar a la indomable Albión por mar, el corso prefirió pasar a una táctica menos invasiva: bloquear el comercio de Reino Unido. Sin embargo, para que esta idea se sucediera a la perfección, Bonaparte debía conquistar Portugal, una región tradicionalmente aliada de los ingleses y que no se plegaría sus deseos.
Una trampa mortal
Pero para llegar hasta Portugal una tierra se interponía en el camino de Napoleón, España. Por ello, en 1807 el francés firmó con Godoy –valido del rey- el Tratado de Fontainebleau, mediante el cual logró obtener el permiso para atravesar con más de 100.000 hombres el territorio hispano.
El macabro plan de Napoleón había comenzado. Y es que, en su paso a través de España, el disciplinado ejército francés fue ocupando diferentes ciudades hasta llegar a Madrid. Así, lo que en un principio comenzó como un permiso de paso, acabó convirtiéndose en una invasión a gran escala. A su vez, las intrigas políticas del «pequeño corso» –que consiguió finalmente dar el trono español a su hermano- terminaron por minar la paciencia de la población que, a partir de mayo, comenzó a levantarse contra los casacas azules.
Así, se iniciaron una serie de revueltas por todo el territorio a base de rastrillo y cuchillo en contra del águila imperial. Tocaba defender el territorio del invasor y, ante la escasez de tropas regulares, el pueblo no dudó en proteger cada palmo de tierra hispana con su sangre. Además, a lo largo y ancho de toda España, los defensores se fueron constituyendo en pequeñas juntas locales –encargadas de organizar la resistencia contra Francia- ante la destrucción y la inactividad de los organismos centrales.
Camino de Andalucía
Sin embargo, en casi toda España comenzaba a imponerse el entrenamiento de los soldados galos que, mejor pertrechados, plantaban cara con osadía a cualquier levantamiento local. Por ello, con el centro y el norte asediados, Napoleón no tardó en plantearse la conquista del sur de la Península.
«Confiado en el éxito inmediato de la ocupación, Napoleón ordenó al general Pierre Dupont de l'Etang que ocupara Córdoba y avanzara hacia Sevilla y luego a Cádiz. El objetivo era rescatar a una escuadra francesa allí bloqueada desde la batalla de Trafalgar y hacerse con el control de los puertos andaluces, al tiempo que amenazaba Gibraltar» señala el escritor y periodista Fernando Martínez Laínez en su obra «Vientos de gloria».
Para cumplir esta misión, los franceses enviaron
unos 9.000 soldados de infantería, a los que los que se sumaron unos 4.000 hombres montados (entre coraceros –la caballería de élite del ejército galo experta en ataques cuerpo a cuerpo- y dragones –jinetes armados con mosquetes-). Al mando de esta fuerza estaba Dupont, uno de los generales más destacados y fiables del «pequeño corso».
No obstante, la campaña andaluza salió muy cara a los franceses que, acosados por los guerrilleros y el hambre, decidieron asentarse en Andújar (ubicada a 28 kilómetros de Bailén) con la intención de esperar refuerzos. Con todo, prefirieron dejar su sello de destrucción arrasando y saqueando Valdepeñas y Córdoba. Sin embargo, lo que no sabían los soldados del águila imperial es que los españoles les harían pagar cada gota de sangre derramada.
Una vez llegados sus refuerzos, Dupont levantó la cabeza con orgullo al saber que contaba a sus órdenes con 34.000 hombres divididos en cinco divisiones. Para facilitar la organización de este ejército tan numeroso -como bien explica el escritor y experto Francisco Vela en su obra «La batalla de Bailén. El águila derrotada» - el galo entregó cada una a un oficial. Entre ellos destacaba el General de división Vedel, un militar que se había ganado sus galones y el favor de Napoleón combatiendo contra los austríacos varios años antes.
«El águila derrotada»
A su vez, el francés sabía que de su lado estaba, además del gran número de soldados galos, la experiencia de los mismos. De hecho, se creyó tranquilo al conocer que combatiría al lado de un buen numero de sanguinarios coraceros y un batallón de marinos de la guardia imperial (una de las unidades de élite de la infantería imperial).
El levantamiento andaluz
Por su parte, y ante el peligro que se cernía sobre la patria, España llamó a filas a los ciudadanos, que se sumaron las escasas tropas regulares existentes. «Tras el levantamiento madrileño del 2 de mayo, que se extendió prácticamente a España entera, las Juntas de Sevilla y Granada comenzaron a formar dos ejércitos que deberían unirse en algún punto de Sierra Morena para detener a los franceses», explica Laínez.
Así, los defensores consiguieron reunir una fuerza equiparable a la de los crueles «gabachos»
al contar con 30.000 soldados. Sin embargo, más de la mitad del ejército e
staba formado por milicianos que, aunque tenían en su interior el ardor propio de un militar español, carecían de experiencia en combate. Con todo, cada uno sabía que plantaría cara al invasor francés hasta la última bala de mosquete.
Al mando de la fuerza se destacó el general Francisco Javier Castaños. Éste, a su vez, decidió dividir a sus hombres en tres columnas, como bien explica Laínez en su obra: «La primera, con 9.450 hombres, al mando del mariscal de campo de origen suizo Reding. […] La segunda, mandada por el mariscal de campo belga marqués de Coupigny [contaba] unos 8.000 hombres. […] La tercera columna, compuesta de dos divisiones al mando de los tenientes generales Félix Jones y Manuel La Peña [disponía] de 12.000 hombres de las milicias provinciales. […] Además, se contaba con una “columna volante” que mandaba el coronel Juan de la Cruz con unos 2.000 hombres, casi todos voluntarios».
El general Castaños
Tras una serie de pequeñas escaramuzas iniciales entre ambos contingentes, el día 17 de julio de 1808 se realizaron una serie de movimientos que marcarían directamente el resultado de los combates. Todo comenzó el 16, jornada en que Dupont –ubicado en Andújar- envió a la división de Vedel hacia el entonces insignificante pueblo de Bailén con órdenes de plantar cara a las tropas de Reding, a las que se suponía defendiendo el lugar.
Pero el general francés encontró este minúsculo pueblo vacío. ¿Qué había podido suceder? Casi sin tiempo para pensar, en la cara de Vedel se pudo adivinar una expresión de terror. Y es que, la posibilidad más lógica era que la división española hubiera partido hacia Despeñaperros (un paso a través de las montañas en dirección a Madrid) para cortar una posible retirada francesa.
«En esta ocasión todo el equívoco parte de las informaciones dadas por el paisanaje a los franceses, en especial por un alemán afincado en el pueblo, el cual le confirmó el paso de tropas enemigas encabezadas por los Dragones de Lusitania, lo que acabó por confundir a Vedel que vio cómo fuerzas regulares le sacaban ventaja en la carrera por llegar a Despeñaperros», explica en su libro Vela.
Velozmente, Vedel inició la marcha hacia las colinas dejando atrás el verdadero teatro de operaciones. Sin embargo, este no fue el único error que cometieron los franceses, sino que, además, enviaron a otro de sus generales con una considerable cantidad de tropas hacia dos posiciones ubicadas en la sierra.
El curioso encuentro
Mientras, el altivo Dupont continuó esperando despreocupado en Andújar creyendo inocentemente que su experimentado ejército podría hacer frente a cualquier hueste formada por los españoles. Al parecer, nunca tuvo demasiado respeto a un ejército que, según sus palabras, carecía de instrucción y disciplina.
Días después, y ante la falta de noticias, Dupont dio un giro radical a su plan de operaciones y partir hacia Bailén, en el cual creía que había solo un pequeño contingente de tropas españolas. Todo cambió cuando, en la noche del día 18, sus exploradores le informaron de que a las puertas del lugar le esperaban nada menos que 14.000 soldados enemigos: las divisiones de Reding y Coupigny movilizadas días antes por Castaños.
A los españoles, por su parte, también les cogió por sorpresa el encuentro, pues sabían que, aunque eran superiores en número a las tropas francesas, no contaban con la experiencia suficiente para vencer al poderoso ejército galo. No obstante, y a pesar de esta curiosa sorpresa de verano, ambos bandos se prepararon para la batalla. Ahora sólo quedaba ganar tiempo hasta que llegaran los refuerzos: Vedel por parte de los franceses y Castaños por el bando español.
«Como se puede comprobar, de todo esto deducimos que ambos bandos se encontraban mal informados sobre las fuerzas y posiciones respectivas y que se dirigían a una batalla de encuentro. Ni Dupont sabía que se iba a topar con Reding ni éste que se le echaba Dupont encima. Aquel tenía su retaguardia amenazada por las dos divisiones de Castaños, y Reding amenazada la suya por Vedel», completa el autor de «La batalla de Bailén. El águila derrotada».
¡A formar la línea!
Tras el primer contacto con las unidades de exploración francesas –aproximadamente a las tres de la madrugada del día 19-, los españoles dieron comienzo a una alocada carrera contra el tiempo para formar su línea defensiva. El ejército, ahora al mando de Reding, tuvo que organizar a dos divisiones que incluían, según Vela, a unos 12.600 infantes (armados principalmente con mosquetes) y 16 piezas de artillería. A su vez, la fuerza contaba con el apoyo de casi 1.200 jinetes, entre los que había varias unidades de los famosos garrochistas (pastores que, diestros en el uso de la lanza, se incorporaron a filas para combatir al invasor francés).
Para hacer frente a los galos,
las tropas españolas formaron a las afueras de Bailén. «Al amanecer, el ejército español se desplegó en forma de arco o herradura abierta con los extremos apoyados en los cerros Valentín, al norte, y Haza Walona, al este», completa el autor español en su obra.
En vanguardia se situó la infantería formando una consistente fuerza de choque a base de mosquete y bayoneta. Como apoyo, se intercalaron varias piezas de artillería con las que aplastar las formaciones francesas. En segunda línea, Reding ubicó varias unidades de infantería de reserva además de algunos regimientos de caballería con un doble objetivo: apoyar a los cañones y flanquear al enemigo.
Por su parte, el experimentado Dupont contaba a sus órdenes con unos 8.000 infantes (entre los que se encontraban los marinos de la guardia imperial), unos 2.000 jinetes (sumando a coraceros y dragones) y 23 cañones. Como siempre, la fuerza de los franceses la componía principalmente la caballería pesada, que solía ser usada como un martillo en contra de las formaciones enemigas.
Como era de esperar, Dupont ordenó formar con un sólido bloque de infantería en el centro, la temible caballería en los flancos y varios cañones como apoyo (estas de menor potencia que las españolas). Con las piezas dispuestas para la partida de ajedrez, ahora todo quedaba en manos de la resistencia, la valentía y la tenacidad de los soldados.
Comienza la batalla
La contienda comienza bajo un caos total, pues eran las tres de la mañana y la oscuridad todavía no había abandonado Bailén. «Entre las tres y las cinco de la madrugada lo único claro es que no hay nada claro. En medio de la oscuridad […] lo único cierto son las voces de ¡quién va!, los fogonazos de los disparos y poco más», determina en su completísima obra Vela.
A las cinco de la mañana, y sin más dilación, varias unidades del ejército español se lanzaron -en el extremo del flanco izquierdo- a la conquista de una posición que les podía otorgar una ventaja táctica de gran importancia: el cerro Haza Walona. Con sus mosquetes cargados y una buena visibilidad tomaron este emplazamiento sin combates y se aprestaron a la defensa.
Sin embargo, su alegría dura poco, pues, con la primera luz de la mañana, Dupont ordenó a la brigada suizo-española (antiguamente al servicio de España y ahora encuadrada a la fuerza en el ejército francés) asaltar la colina. Por suerte, la tenacidad de los defensores se hizo patente y consiguieron resistir este primer embiste.
La treta española
Sin más paciencia que agotar, Dupont organizó a su caballería para que, al galope y colina arriba, tomara el Walona. En este caso, ni el incesante fuego de mosquete español valió para detener a lo mejor del ejército imperial, que arrasó a dos batallones españoles a los que, incluso, arrebató sus estandartes, un hecho muy significativo para la época.
Pero, a pesar de que los jinetes franceses podrían haber abierto brecha en la línea española, se retiraron a sus posiciones azuzados por una curiosa treta de los defensores. «[Una unidad española] a las órdenes de un teniente mantuvo una frenética actividad para dar la impresión de contar con un mayor número de efectivos. Sin saberlo, esta actividad, junto con los agudos toques del trompeta de este destacamento ejecutando todos los toques reglamentarios, confundió a los jinetes galos», añade el autor de «La batalla de Bailén. El águila derrotada».
Cuadro del pintor Ferrer-Dalmau sobre la batalla de Bailén
Mientras, en el centro del campo de batalla, los franceses formaron columnas para lanzar la que, según creían, sería la ofensiva definitiva sobre las tropas españolas. «La Brigada Chabert desplegó en cuatro columnas de ataque […] e inició la contrastada maniobra gala del choque a la bayoneta en columnas cerradas», señala Vela.
En perfecto orden, los soldados franceses avanzaron hasta situarse frente a las tropas defensoras. Sin embargo, los galos no contaban ya con parte de su artillería –la cual había sido destruida por los cañones españoles desde la lejanía- lo que provocó que fueran tiroteados sin piedad.
Tras sufrir considerables bajas, la situación terminó de complicarse para los soldados de Napoleón cuando Reding ordenó a una parte de la caballería española cargar contra sus filas. La presión fue demasiada para los experimentados casacas azules, que, sin poder resistir ni un segundo más, se retiraron manteniendo la formación.
Sin embargo, la inexperiencia de algunas de las tropas hispanas salió cara a Reding cuando los garrochistas, ávidos de venganza, no mantuvieron la formación y se lanzaron solos contra varios olivares defendidos por soldados galos. Por desgracia, los mosquetes franceses no perdonaron este error e hicieron mella en las filas de los confiados lanceros.
La imprudencia sale cara
Con el espeso polvo surcando el campo de batalla y el calor haciendo mella en los soldados, la situación se recrudeció en el flanco derecho cuando un escuadrón español, fogoso y ávido de hacer sangrar a tantos soldados franceses como pudiera, se adelantó demasiado y perdió el apoyo de sus compañeros.
Tras un breve intercambio de disparos con la infantería gala, la imprudencia de estos españoles les terminó pasando factura cuando, de improviso, tuvieron que hacer frente nada menos que a una carga de caballería francesa. Por suerte, y a pesar del gran número de bajas que sufrió esta unidad, se consiguió mantener la línea gracias al apoyo de varios regimientos cercanos.
La batalla de Bailén en el momento del tercer ataque de Dupont
La última carga del águila
Ya al medio día, el sol se convirtió en un desagradable protagonista para ambos ejércitos cuando la temperatura sobrepasó los 40 grados. En ese momento hicieron su entrada en batalla cientos de mujeres del vecino pueblo de Bailén que, arriesgando sus vidas, trasportaron cántaros de agua entre sus compatriotas.
Abrasados por el calor, extenuados por el cansancio y temerosos ante la posibilidad de que Castaños atacase su retaguardia, los franceses organizaron entonces a sus últimas tropas para llevar a cabo un desesperado asalto contra Bailén. Para ello, además de a las mermadas unidades de infantería que le quedaban, Dupont llamó también a sus escasas reservas: los marinos de la guardia imperial.
«Eran en total unos 3.300 hombres desesperados encabezados por el mismísimo Dupont y su Estado Mayor, que sabían que se les acaba el tiempo», señala el experto. Conocedores de que necesitaban un milagro para dar un vuelco a la contienda, los franceses trataron de sacar últimas fuerzas y plantar cara a sus enemigos.
No obstante, la misión era casi imposible y las últimas tropas galas fueron pasadas a mosquete por los ávidos españoles. La última gota de ánimo que aún mantenía vivos a los franceses se acabó cuando Dupont fue herido y casi derribado de su montura. Finalmente, la esperanza imperial se desvaneció cuando vieron aparecer a las tropas de La Peña por su retaguardia.
Rendición final
Todo había acabado. Sabedor de la derrota, Dupont ordenó la rendición y llegó a un acuerdo con los españoles para que sus tropas fueran repatriadas a Francia (cosa que nunca se llegó a realizar, pues una gran parte de los soldados imperiales acabaron muriendo de inanición en una isla cercana).
De nada valió la llegada en el último momento de
las tropas de Vedel por la retaguardia española, pues Dupont ordenó a su subordinado detener el ataque ante el temor de las represalias sobre los soldados franceses capturados. Había aparecido demasiado tarde para poder ser determinante y
las «inexpertas» tropas españolas se habían hecho con la victoria.
La capitulación fue, al parecer, demoledora para Napoleón, que nunca antes había visto a su ejército derrotado en campo abierto. Además, el hecho de que hubiera sido vencido por una fuerza formada por multitud de milicianos no ayudó a calmar su ira. Tal fue su enojo que acabó con la carrera de los pocos oficiales galos que volvieron a Francia.
Una vez acabada la batalla hubo que recontar las bajas. Por el lado francés sumaban –entre muertos, heridos y contusos- unos 2.200 soldados (el resto fueron hechos presos). «En el bando español […] se confirmaron 192 muertos, 656 heridos, 8 contusos y 1.013 extraviados», finaliza Vela.
Francisco Vela, autor de «La batalla de Bailén. El águila derrotada»: «La reacción de Napoleón fue iracunda»
M. P. V. madrid
1) En su libro habla de los múltiples errores que se produjeron antes de la contienda y que, casi fortuitamente, dieron la victoria a los españoles. ¿Cómo es posible que dos ejércitos experimentados cayeran en tantos equívocos estratégicos?
Básicamente, el ejército español no supo hacer valer su superioridad numérica ni su condición de jugador local en esta partida, por decirlo de una manera fácil. La parte francesa se aferró a una misión que perdió su objetivo al rendirse la escuadra francesa de Cádiz y no supo retirarse a tiempo a posiciones más defendibles como podría haber sido Sierra Morena en su vertiente manchega a la espera de refuerzos. Esto les llevó a fraccionar sus ejércitos en múltiples columnas y destacamentos buscándose unos a otros hasta que al fin se encontraron en Bailén el 19 de julio, precisamente en el único movimiento de ambos ejércitos en que no se esperaban encontrar.
2) ¿Cree que si Vedel hubiera llegado antes en socorro de Dupont podría haberse decantado la batalla del lado francés?
Sin ninguna duda que habrían vencido. Casi lo hicieron incluso llegando tarde, con más sentido si lo hubieran hecho tan solo un par de horas antes, cuando podrían haber cogido a Reding entre dos fuegos. El ejército español, reducido a tan solo dos divisiones, no disponía de reservas ni de una fuerza en retaguardia suficientemente potente para frenar a las tropas de Vedel, como de hecho ocurrió. Su irrupción en la retaguardia española, mientras ésta hacía frente a uno de los múltiples ataques de Dupont, habría desbaratado esa defensa.
3) ¿Qué significó para el orgulloso Napoleón esta derrota?
Es de sobras conocida la reacción iracunda de Napoleón a la noticia de la derrota, de hecho supuso el final de las carreras militares de generales, hasta entonces de sobrada reputación, como Dupont, Vedel, Barbou o Chabert -entre otros-. Además, llevó aparejada la completa pérdida de un ejército de 22.000 hombres y sus pertrechos de forma irrecuperable. Algo que nunca antes había ocurrido.
4) ¿Fue esta contienda determinante para el devenir de la invasión francesa?
Por supuesto. Esta afrenta al orgullo del emperador le obligó a tomar cartas en el asunto y en apenas tres meses de estancia en España derrotó a cinco ejércitos españoles y echó al mar a otro británico. Afortunadamente acontecimientos de índole político y militar en Europa le instaron a marchar a París delegando el resto de una guerra, que el ya creía ganada, a un rey impuesto e impopular y a una serie de mariscales egocéntricos y sobrados que nunca llegaron al entendimiento en aras de un mando unificado y que hacían la guerra cada uno por su cuenta.
5) ¿Cómo y con qué armas se combatía en 1808?
La infantería, Arma numerosa y sustancial de estos ejércitos, luchaba en grandes masas compactas donde primaba el número de bocas de fuego sobre su efectividad real, en pocas palabras, se disparaba al bulto esperando alcanzar al máximo de enemigos posibles. Esto era así porque, en ésta época, los fusiles no disponían de ninguna precisión, y si bien las características de estas armas decían que tenían un alcance efectivo de 100 o 120 metros, el alcance real en la práctica, el que causaba una baja al enemigo, apenas llegaba a los 50 metros. Son muchos los testimonios que nos cuentan como dos formaciones se podían estar tiroteando a 30 pasos de distancia sin por ello decantar el triunfo sobre uno u otro bando.
6) En su libro explica pormenorizadamente todas las unidades que combatieron aquel aciago día, además de los movimientos concretos de las mismas durante los combates. ¿Cómo le fue posible ser tan riguroso?
Los documentos están ahí, en los archivos militares, históricos y municipales. Solo hace falta tiempo, dedicación y una pasión desenfrenada por nuestra Historia. Es difícil explicar hoy en día la inusitada excitación que uno siente al tener en sus manos los mismos papeles que hace 200 años redactaron o firmaron hombres como Castaños, Reding, o el mismo Dupont. Y por supuesto, disponer de un incontable número de colegas con los que compartir estos papeles, mostrarles tus descubrimientos o agradecerles sus aportaciones, que siempre las hay.
7) ¿Cuánto tiempo le llevó recopilar esa ingente cantidad de información?
El tiempo empleado es sencillamente irrelevante. De hecho, hoy en día siguen apareciendo documentos que siguen aportando información. Básicamente este libro de Bailén me llevó unos seis o siete años. Además no todo es trabajo de biblioteca, también conlleva muchos viajes, llamadas telefónicas, consultas en internet, paseos a la fotocopiadora, etc… todo ello cargando dicho esfuerzo a nuestras cansadas espaldas y escuálidos bolsillos.
8) ¿Cree que actualmente la sociedad le da un reconocimiento e importancia suficiente a batallas tan importantes para España como Bailén?
Está claro que no. En una sociedad tan politizada por un lado como adormecida por otro, la Historia solo interesa a unos pocos, y esos mismos pocos apenas tienen los mecanismos de difusión necesarios para hacerlo llegar a la gente. Son muchos los colegas que se ven abocados al olvido por no haber editoriales que les publiquen, o que apenas pueden salir de un círculo muy reducido de distribución si deciden publicarlo por su propia cuenta. El resultado es el mismo, no suelen llegar a la gente de la calle, y solo en casos muy singulares, como ocurre con Arturo Pérez-Reverte, se descubre cuanto potencial existe en nuestra sociedad cuando se da de verdad una oportunidad a nuestra Historia.
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Napoleón III no era sobrino de Napoleón Bonaparte
Un estudio de ADN muestra que no comparten la misma genética y cuestiona el propio origen del emperador
Busto de Napoleón III hecho en mármol
Napoleón III, el primer presidente de la República francesa elegido por sufragio universal por un pueblo que confió en su nombre y en el genio de sus célebres genes, no era el sobrino del emperador Napoleón Bonaparte. Al menos no por parte de su padre. Así lo revela un estudio de ADN publicado por el diario Le Figaro que confirma las sospechas que han pesado siempre sobre el árbol genealógico de la familia imperial.
La investigación llevada a cabo por el antropólogo y genetista Gérard Lucotte por encargo de la asociación El Recuerdo Napoleónico almuestra que los cromosomas «Y» de Napoleón Bonaparte (1769-1821) pertenecen al haplogrupo «corso-sardo» mientras que los de Napoleón III (1808-1873) son del tipo «caucásico», lo que hace imposible su vinculación sanguínea.
Siempre se ha creído que Napoleón III era hijo de Luis Bonaparte, rey de Holanda y hermano del emperador, y de Hortensia de Beauharnais, hija de un matrimonio de la emperatriz Josefina anterior a su enlace con el emperador. Pero las nuevas evidencias muestran que la descendencia de Napoleón, considerado uno de los grandes estrategas militares de la historia y personaje clave del siglo XIX, terminó con la muerte de su hijo, el príncipe imperial Napoleón II, que sucumbió a la tuberculosis a los 21 años, en 1832.
Dos hipótesis
El ADN sí confirma que Napoleón III y su hijo, el príncipe imperial NapoleónLuis Eugenio Bonaparte y hasta ahora supuesto sobrino-nieto del conquistador de Europa, sí comparten el mismo origen genético. Por lo tanto, se abren dos hipótesis sobre el fallido parentesco entre Napoleón Bonaparte y Napoleón III, según explica el genetista a cargo de la investigación y recoge Efe.
Napoleón Bonaparte
Una primera teoría apunta a que Napoleón III no era hijo de su supuesto padre, hermano menor de Napoleón I. Y una segunda hipótesis insinúa que Napoleón I o su hermano Luis habrían nacido fruto de una infidelidad de su madre y solo serían medio-hermanos.
La hipótesis de la infidelidad entre María Letizia Ramolino y Carlo Bonaparte, padres del emperador, ponen en duda el propio origen de Napoleón I, precisa «Le Figaro».
«Este descubrimiento enseña mucho sobre la psicología de Napoleón III y sus consecuencias políticas. Puede explicar por qué el Segundo Imperio no fue en absoluto una continuación del Primero», declaró a ese diario el presidente del Instituto Napoleón, Jacques-Olivier Boudon.
El hallazgo también hurta el sentido a la célebre frase de Jerónimo Bonaparte, hermano menor de Napoleón I y rey de Westfalia, que le espetó a Napoleón III: «¡No tiene usted nada de Napoleón!».
«Desgraciadamente sí, tengo su familia», le contestó Napoleón III.
Los exámenes de ADN demuestran que Jerónimo Bonaparte acertó en su enunciado y futuras investigaciones permitirán aclarar dónde se rompió la cadena dinástica pues los científicos exhumarán en las próximas semanas el cuerpo de Luis Bonaparte, hermano del emperador y padre de Napoleón III, y someterán sus restos a nuevos exámenes genéticos.
La calabaza no contenía sangre de Luis XVI
El análisis genómico completo ha descartado que los restos de sangre hallados en el interior de una calabaza en 2010 pertenezcan en realidad al monarca francés Luis XVI, pese a que en un principio se especuló con que podían pertenecer al rey que fue guillotinado en 1793 en plena Revolución Francesa. El estudio internacional, en el que han participado investigadores del Instituto de Biología Evolutiva (IBE) encabezados por Carles Lalueza-Fox, ha demostrado que la sangre seca del interior de esta reliquia corresponde en realidad a un hombre de menor estatura que el monarca y que «tenía ojos marrones en lugar de azules». En un comunicado conjunto de la Universitat Pompeu Fabra (UPF) y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), centros que conforman el IBE, Lalueza-Fox asegura que los nuevos análisis descartan por completo que la calabaza, que fue presentada en 2010 después de que supuestamente una familia de Bolonia la hubiera guardado durante décadas, haya albergado la sangre seca del rey galo. El 21 de enero de 1793, Luis XVI fue ejecutado en la guillotina por conspirar contra la libertad de la nación y tras un intento de fuga y, según las crónicas que se conservan de la época, muchos ciudadanos subieron al cadalso a mojar sus pañuelos en la sangre del monarca para tener un recuerdo del histórico acontecimiento. Uno de ellos, perteneciente a Maximilien Bourdaloue, fue guardado en la calabaza seca ahora estudiada, según se relata en un texto tallado en la propia piel del fruto, con la intención de venderla por 500 francos de la época, en principio al mismo Napoleón. La calabaza muestra los retratos de varios protagonistas de la revolución francesa, como George Danton, Maximilien Robespierre, Camille Desmoulins, Louis-Sébastien Mercier, Jean Paul Marat, la reina María Antonieta o el propio Luis XVI.
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¿Es posible descubrir nuevas obras de Murillo y Valdés Leal en el Bellas Artes?
El Estado adquirió en 2013 tres pinturas de estos artistas a la sociedad concursal Forum Filatélico por 430.000 euros
«Inmaculada» de Murillo que se verá en breve en el Bellas Artes
Cuando un visitante se acerca al Museo de Bellas Artes de Sevilla puede contemplar desde hace décadas obras maestras de la pintura y escultura, destacando los cuadros de dos genios del barroco hispalense: Bartolomé Esteban Murillo y Juan de Valdés Leal. Sin embargo, aún quedan algunas pinturas que el gran público desconocía y que la pinacoteca ha ingresado en sus fondos desde hace tan sólo unos cuantos meses. De hecho, dos de ellas, «Jesús disputando con los doctores en el templo» y «Las bodas de Caná», ya se pueden ver en la sala VIII con el resto de las obras de Valdés Leal. Y en un breve espacio de tiempo, se añadirá a la colección permanente una nueva «Inmaculada» de Murillo, cuyo marco se está terminando de restaurar y que también será exhibida en el museo.
Estas tres obras ingresaron en el Bellas Artes el pasado mes de diciembre con un estado de conservación bastante bueno en general. De hecho, se ha procedido a una limpieza superficial del polvo de las pinturas, pero no se ha realizado ninguna otra intervención sobre las mismas. En palabras de Fuensanta de la Paz, restauradora del Bellas Artes, «lo que sí hemos realizado es un estudio del estado de conservación de las pinturas, abriéndoles un dossier de documentación a cada una de ellas».
En el caso de la «Inmaculada» de Murillo se trata de un óleo sobre cobre octogonal fechado aproximadamente entre los años 1670-1675 y cuyas dimensiones es de 70 x 54 centímetros. Su estado de conservación es excelente y lo único que ha habido que restaurar es el marco. En cuanto se recupere por completo el marco —al que se le han quitado unas molduras doradas—, la pintura será expuesta en breve en las paredes del Museo con el resto de las obras del pintor sevillano.
Respecto a las pinturas de Valdés Leal —que son dos óleos sobre lienzo fechados en 1661 y con dimensiones de 107 x 80 centímetro—, se ha tenido que restaurar uno de los marcos porque era de mayores dimensiones que la pintura: «ha habido que anclarlo y colocarle un junquillo para adaptar el cuadro con respecto al marco», indica esta restauradora. Estas dos pinturas del pintor sevillano ya están expuestas en la sala VIII del Museo junto a las restantes obras de Valdés Leal.
Rocío Izquierdo es conservadora del Bellas Artes. Según admite, estas obras pertenecían a la colección del Forum Filatélico, que quiso exportarlas al extranjero, «pero para poder hacer eso tiene que pasar por la Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes de Patrimonio Histórico, dependiente del Ministerio de Cultura. Al ver este expediente de exportación, el Ministerio pidió al Museo de Bellas Artes un informe de cada una de las obras a exportar». Al final, la Dirección General de Bellas Artes y Bienes Culturales y de Archivos y Bibliotecas dictó una resolución por la que denegó la salida del territorio de dichas pinturas y dispuso que esas obras se adquirieran para la administración del Estado. Éste invirtió 430.000 euros en adquirir las tres obras para el Bellas Artes de Sevilla, que es un museo de titularidad estatal que está gestionado por la Junta de Andalucía. Dichas pinturas formaban parte de un lote integrado por casi una veintena de obras.
La «Inmaculada» de Murillo fue vendida en 1837 al barón Mathieu de Fauviers; en 1857 se vendió en Londres; en 1957 fue adquirida por Nottebohn en Bruselas; en 1996 la compró en Londres Derek Jones y en 2000 ingresa en la colección de Forum Filatélico, hasta que fue adquirida por el Estado el pasado mes de octubre por 262.500 euros.
Como dato curioso, esta «Inmaculada» se suma al patrimonio del Bellas Artes, que en el siglo XIX fue conocido por el Museo de las Inmaculadas. En la actualidad, este centro posee más de una veintena de pinturas de la Virgen con esta iconografía, además de algunas esculturas. Esta «Inmaculada» de reducidas dimensiones es ya la cuarta que posee el museo sevillano de Murillo, además de «la Colosal», la «Inmaculada del Padre Eterno» y la «Inmaculada del Coro», también conocida como “la Niña”.
La tradicional iconografía de la Inmaculada
La pintura muestra a la Virgen sobre una masa de nubes y rodeada de querubines y ángeles. Además, se representa la tradicional iconografía con la que Murillo retrató a la Inmaculada Concepción: de edad joven, con cabellos largos, túnica vaporosa y manto azul recogido al hombro. Está coronada por doce estrellas. Los ángeles sostienen los atributos de la Virgen: la palma, las rosas, el espejo y las azucenas.
En todo caso, una originalidad clara que posee esta pintura de Murillo es su soporte en cobre. Como indican en el artículo «Murillo joven: aportación al conocimiento de su técnica», Valme Muñoz, directora del Museo de Bellas Artes, y Fuensanta de la Paz, que salió publicado en el catálogo de la exposición «Murillo joven»: «Murillo realizó la mayor parte de sus pinturas sobre lienzo, no diferenciándose en esto del resto de pintores de la escuela sevillana o de los talleres de otras escuelas españolas. No obstante, trabajó en otro tipo de soportes, como la madera, el cobre o la piedra, e incluso en algunos tan singulares como la obsidiana».
«Jesús disputando con los doctores en el templo», de Valdés Leal
Por su parte, las pinturas «Jesús disputando con los doctores en el templo» y «Las bodas de Caná» fueron realizadas por Valdés Leal en el año 1661. Ambas proceden de una colección particular de Lora del Río, de donde pasó a otra colección a Madrid antes de ser adquirida por Forum Filatélico en 2000. El año pasado las compró el Estado por 83.750 euros cada una de ellas. La primera obra recoge un pasaje del Evangelio de San Lucas (Lucas 2: 41-50), cuando Jesús es encontrado en el templo después de tres días que llevaba perdido. Por su parte, en «Las bodas de Caná», en donde se retrata el milagro que realizó Jesús al convertir el agua en vino, que relata San Juan, Valdés Leal también muestra su maestría en una composición en tres planos, contrastándose la figura de Cristo, en segundo término, con la de los sirvientes, en primero.
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La Alhambra amplía su patrimonio con nuevas piezas valoradas en más de 250.000 euros
Entre ellas destacan daguerrotipos, una cajita de taracea nazarí del siglo XV o un libro de fotografías de Rafael Garzón del siglo XIX con 40 imágenes del monumento
Una de las piezas que el Patronato de la Alhambra ha adquirido, valoradas en más de 250.000 euros
La Alhambra ha incrementado en los dos últimos años su patrimonio artístico con una veintena de piezas únicas, valoradas en 250.300 euros, entre ellas daguerrotipos, una cajita de taracea nazarí del siglo XV, o un libro de fotografías de Rafael Garzón del siglo XIX con 40 imágenes del monumento, todas adquiridas en subastas, de manera directa o por donación.
El consejero de Educación, Cultura y Deporte de la Junta de Abdalucía, Luciano Alonso, fue el encargado de presentar estas adquisiciones, que ascienden a más de 11.000 en el último cuarto de siglo. Según explicó la directora del Patronato de la Alhambra y el Generalife, María del Mar Villafranca, entre las piezas «estelares» que se han sumado al patrimonio del conjunto monumental se encuentran el cuadro de Fernando Marín (1737-1818) «Vista de Granada desde el Camino del Avellano»; dos pinturas de la serie «Alhambra» de Soledad Sevilla (Valencia, 1944), tituladas «Sabrás de mi ser si mi hermosura miras» (1984) y «La oscura esquina que tiznó la sombra» (1984); el libro de Torre Farfán y un lote de dibujos de Mariano Fortuny (1984-1874).
Además, destacan dos daguerrotipos adquiridos a la Galería Antiq-photo Gallery de París, uno estereoscópico titulado «Patio Alhambra» (1854), de la London Crystal Palace, y «Retrato en el jardín de Lindaraja» (1847), este último uno de los dos daguerrotipos más antiguos que existen en el mundo identificados con la imagen de la Alhambra.
Asimismo, la Alhambra expone ya una cajita de taracea nazarí con herrajes de bronce, de forma octogonal, de finales del siglo XV, que compró por unos 25.000 euros tras una subasta celebrada en Madrid. El patrimonio artístico del monumento ha sido ampliado, además, por un dibujo de Fritz Bamberger (1818-1873) «Vista de la Alhambra desde el centro de Granada» (1868), una acuarela de John Frederick Lewis (1805-1876) titulada «Entrada a la Sala de Dos Hermanas», y un libro de fotografías de Rafael Garzón del «Álbum de Viajes por España», de finales del siglo XIX, con un total de 91 instantáneas, 40 de ellas de la Alhambra.
Junto a la incorporación de estas nuevas obras, también se suman las donaciones efectuadas por el artista plástico granadino Manuel Ruiz Ruiz consistentes en un conjunto de sus creaciones artísticas, litografías, grabados y dibujos (en total 273 obras), y del hijo del compositor Antonio Vallés, Adolfo Vallés, autor de la letra del bolero «A la Alhambra», que ha cedido al Patronato de la Alhambra y Generalife un libreto de partituras publicado en 1955.
También, en el transcurso de 2013-2014, el Ayuntamiento de Otura (Granada) ha depositado en el Museo de la Alhambra un capitel almohade del siglo XIII, realizado en mármol de serpentina.
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La guerra de España: la úlcera de Napoleón Bonaparte
«Si esta guerra fuera a costarme 80.000 soldados, no la haría, pero no me llegarán a 12.000», escribió Napoleón Bonaparte antes de sembrar el conflicto en la Península Ibérica. Seis años después Francia había perdido 110.000 hombres
«El dos de mayo de 1808», por Francisco de Goya
Derrotado y agotado, Napoleón Bonaparte revisó desde su exilio en Santa Elena los errores que habían provocado su fracaso militar: «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades, y abrió una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península».
Seis años antes, en 1807, las primeras tropas napoleónicas cruzaban el Bidasoa y entraban en España, un lugar que serviría de tumba a muchos de ellos. En apariencia, el general Jean-Andoche Junot se dirigía a la conquista de Portugal, donde llegaron el 20 de noviembre de ese año, pero los planes de Napoléon iban más allá, y sus tropas fueron tomando posiciones en las principales ciudades españolas. Y cuando el general galo puso las cartas sobre la mesa, lejos del apoyo popular con el que creía contar, se produjeron los primeros levantamientos en el norte de España y la jornada del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Se iniciaba un conflicto armado que cobró dimensión internacional con la intervención de las tropas británicas.
La guerra costó 110.000 bajas a los franceses, según los trabajos de
Jean Houdaille, a los que hay que añadir en torno a 60.000 muertos de las tropas aliadas que acompañaron la invasión. Una catástrofe militar que fue denominada como la «
úlcera española» de Napoleón, y que junto a la «
hemorragia rusa» llevaron al colapso del imperio galo. El esfuerzo y los recursos destinados a
la Península Ibérica entorpecieron la campaña en Rusia, donde Napoleón perdió 380.000 soldados.
Pero quien más sufrió los rigores de la guerra fue la propia España. Se calcula que la población neta vivió un descenso demográfico, entre guerras, hambrunas y represión, de más de 560.000 personas, que afectó especialmente a Cataluña, Extremadura y Andalucía. El estado terminó en bancarrota; y la industria y la agricultura destruidas casi en su totalidad. Sin hablar de la gran pérdida en el patrimonio cultural.
Una de las principales causas de que se formara esta «úlcera» fue la actividad guerrillera que se desplegó por la geografía nacional. Aunque algunos soldados franceses ya conocían los horrores de la «pequeña guerra» por experiencias pasadas en la Vendée y en Calabria, nada se parecía a lo que vivieron en España, hasta el punto de que la palabra «guerrilla» nace durante este conflicto. Como consecuencia de estas tácticas, el dominio francés se limitó al control de las ciudades, quedando el campo bajo mando de las partidas guerrilleras de líderes como Francisco Chaleco, Vicente Moreno Baptista, o Juan Martín «el Empecinado», entre los muchos personajes que ganaron inmensa popularidad en esos años.
La guerrilla no fue determinante
No en vano, la mayoría de los historiadores minimizan el papel de la guerrilla española y destacan la intervención del Ejército inglés en este teatro de operaciones. Como Napoleón dejó escrito, «la guerra abrió una escuela para los soldados ingleses». Fue el Duque de Wellington, de hecho, quien causó las derrotas claves a los franceses. Así y todo, el gran olvidado de la guerra fue el sufrido Ejército español. Durante un acto conmemorativo del final de la guerra celebrado en el Centro Riojano de Madrid el pasado mes de octubre, Jesús Ruiz de Burgos, de la Asociación de Voluntarios de Madrid, recordó: «En la Guerra de Independencia, el Ejército español fue varias veces vencido, pero los franceses nunca fueros capaces de derrotarlo del todo. Eso tiene mucho mérito para unos soldados que tenían dificultades hasta para vestirse uniformados».
La prueba de la relevancia del Ejército español está en que las primeras derrotas de los ejércitos napoleónicos
tuvieron protagonismo de tropas y mandos españoles. Los precarios éxitos acontecidos en la primavera y el verano de 1808, con la batalla del Bruch, la resistencia de Zaragoza y Valencia y, en particular, con la sonada victoria de Bailén. En este contexto, las fuerzas francesas salieron de Portugal, lo que obligó a Napoleón Bonaparte a entrar en la Península al frente de
un ejército de 250.000 hombres, «la Grande Armée», en el otoño de 1808.
Cuando el Emperador francés creyó encauzada la situación, retiró efectivos con destino a la campaña de Rusia. Los aliados aprovecharon para retomar la iniciativa y causaron a los franceses graves derrotas en Arapiles (22 de julio de 1812) y en Vitoria (el 21 de junio de 1813), ambas a manos del Duque de Wellington. Dos golpes que se demostraron mortales para la permanencia francesa en la Península.
La hemorragia fue Rusia y la úlcera fue España. Napoleón habría fallecido, paradójicamente, de la complicación cancerosa de una úlcera gástrica cuando se encontraba exiliado en Santa Elena, según la versión más aceptada entre los historiadores.
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La Alhambra: esplendor árabe en el corazón de Granada
Este monumento es el más importante y hermoso de cuantos ha construido el islam en el mundo
El monumento ofrece a la vista «la puesta de sol más bella del mundo», según Bill Clinton
Recibe a más de 2.200.000 visitantes al año. Contemplándola desde el Mirador de San Nicolás, Bill Clinton dijo haber asistido a «la puesta de sol más bella del mundo». Su recinto amurallado ocupa 104.697 metros cuadrados, a los que se suman otros tantos del Generalife. Las primeras referencias a al-Qal’a alHamra («La Fortaleza Roja») son del siglo IX, pero es a partir de 1238 cuando los sultanes nazaríes comienzan a construir allí sus edificaciones, en principio defensivas. Los principales palacios y estancias fueron construidos en diversos momentos entre comienzos del siglo XIV y la segunda mitad de esa centuria. Sus muros están recorridos por miles de versos inscritos en ellos: solo en el Palacio de Comares hay documentadas más de 3.000 inscripciones en árabe. Fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1870.
Quienes la conocen bien suelen decir que no hay una, sino muchas alhambras y que son muchas también las formas de acercarse al monumento árabe más celebre del mundo. Vista desde el exterior, la Alhambra parece un castillo, pero es el suyo un aspecto extrañamente fortificado, pues el tupido bosque del que surgen sus torres es el peor paisaje que se puede concebir para una defensa militar. Dentro de esos muros lo que aparece es una auténtica ciudad palatina, cuya única zona militar es la Alcazaba, sin duda la parte más antigua del conjunto, con grandes torres que ofrecen vistas espectaculares sobre Granada y su vega. Desde la Alcazaba parte una vía, la Calle Real, que bordea los palacios y llega hasta la zona urbana propiamente dicha, donde aún se distinguen los restos de las viviendas y talleres de los servidores de los soberanos nazaríes. Todo un microcosmos recogido sobre sí mismo y que domina desde lo alto la ciudad de Granada que, al decir del poeta árabe, «es la esposa que se muestra al monte, su marido».
Si se prefiere dejar a un lado las estancias de militares, sultanes o artesanos, la naturaleza ofrece esa otra «vida misteriosa de la Alhambra» de la que hablaba Titus Burckhardt para referirse al agua que, procedente del río Darro, se adentra en la ciudad a través de la Acequia Real y su compleja red de ramales, galerías y albercas.
Las canalizaciones suelen tener siempre una pendiente muy leve, una planificación consciente que buscaba remansar las aguas para su mejor aprovechamiento. La exuberante vegetación que hoy se contempla asociada a esas estructuras hidráulicas nada tiene que ver con la original −que es en buena medida desconocida– pero su belleza y armonía son el mejor testimonio de la delicadeza y el buen hacer que han guiado las intervenciones de los conservadores de la Alhambra durante el último siglo.
Con todo, son los palacios los que verdaderamente atraen la atención del visitante. Y, de nuevo, en ellos nada es lo que parece. La suntuosidad que atrapa a la vista en paredes, techos o bóvedas esconde el uso generalizado de materiales tan humildes como ladrillo, tapial, yeso, madera o azulejos, que hacen de la Alhambra un ejemplo de eso que hoy llamaríamos «sostenibilidad» y que tiene en el empleo de recursos locales su rasgo más destacado. El mármol − procedente de Macael (Almería)− aparece en algunos pavimentos y columnas, como las del Patio de los Leones, pero siempre dentro de unas dimensiones humanas y accesibles. El contraste con el, por otra parte, espléndido palacio de Carlos V, diseñado por
Pedro Machuca (m. en 1550) y literalmente empotrado dentro del recinto de la antigua ciudad islámica resulta asombroso: los fuertes sillares de piedra, las altas columnas dóricas o la imponente fachada italianizante reflejan un gusto estético poderoso e intimidante, que nada tiene que ver con la armonía y los sutiles equilibrios presentes en la concepción de los palacios nazaríes. No hay muchos lugares en el mundo en los que las civilizaciones puedan ver sus expresiones artísticas comparadas con tal agudeza en un radio de apenas unos centenares de metros. En la Alhambra o, lo que es lo mismo, en la compleja Historia de España, tal cosa si que es posible.
Alarifes y artesanos musulmanes supieron extraer una belleza sin par a partir de estos medios tan modestos. Y lo consiguieron con conocimiento, habilidad técnica y un cuidado exquisito en todos los detalles. En los alicatados y solerías de la Alhambra se pueden distinguir, por ejemplo, los
17 tipos de patrones de simetría que los matemáticos contemporáneos han sido capaces de formular para el mundo bidimensional: de forma incluso más espectacular, las propias albercas en lugares como el Patio de Comares reflejan también movimientos simétricos al actuar sus aguas como perfectos espejos de la realidad. Contemplar la techumbre de madera del Salón de Comares permite distinguir tres planos cuidadosamente dispuestos para que la luz se refleje en ellos de tal manera que siempre queda resaltado el nimbo central que representa el octavo cielo en el que se asienta el trono de Dios. El
Patio de los Leones, en fin, –cuya célebre fuente ha sido objeto de una espléndida restauración reciente− está marcado por un pórtico corrido con arquerías en las que se despliegan algunos de los mocárabes más bellos que alberga el conjunto; la imponente taza de alabastro que sirve de fuente central lleva inscritos unos hermosos versos del poeta Ibn Zamrak (m. en 1394): «En apariencia agua y mármol parecen confundirse/sin que sepamos cuál de ambos se desliza». Los itinerarios son, en efecto, innumerables y las sorpresas surgen tanto en el conjunto como en la infinidad de detalles que se ofrecen a los sentidos.
Los cientos de miles de personas que visitan cada año la Alhambra incluyen un número creciente de turistas musulmanes procedentes del sudeste asiático, próximo oriente o incluso norte de África. Es previsible y deseable que en el futuro ese número aumente. Saber ofrecer a esas gentes una visión de la Alhambra –y de otros hitos patrimoniales islámicos de nuestro país– alejada de tópicos y de guiños nostálgicos, pero al tiempo tolerante, respetuosa, rigurosa e inclusiva es un reto que tenemos ante nosotros. Poder cumplirlo adecuadamente servirá de indicador para saber si nuestro país ha sabido finalmente adoptar ese ineludible y delicado papel, que tantas veces se le ha reclamado, de servir de engarce cultural y humano con una civilización que pronto representará a casi una cuarta parte de la población mundial.
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La verdadera historia del robo de un Goya en la National Gallery de Londres
El «Retrato del Duque de Wellington» no fue robado por el taxista que confesó los hechos cuatro años después, sino por su hijo, de 20 años
NATIONAL GALLERY DE LONDRES
«Retrato del Duque de Wellington», de Goya
Uno de los robos más sonados de la historia, el del «
Retrato del Duque de Wellington», de Goya, en la
National Gallery de Londres en
1961, fue
obra del hijo de quien hasta ahora se creía el ladrón, según documentos desclasificados de los que informa hoy el diario
«The Guardian».
Aunque durante años se creyó que el autor del delito había sido un taxista de 61 años que quería pedir una recompensa para ayudar a los pensionistas, un informe de la fiscalía revela que el ladrón fue su hijo, de 20 años, para llamar la atención sobre la campaña de su padre para ayudar a los pobres.
Este robo, realizado el 21 de agosto de 1961, fue el primero de la historia del museo, y no solo ocupó las portadas de la prensa británica sino que incluso aparece en la trama del primer filme de James Bond, «Agente 007 contra el doctor No», de 1962.
Cumplió tres meses de prisión
Después de cuatro años de desconcierto para la Policía británica, un taxista de 61 años, Kempton Bunton, confesó haberse colado por la ventana de los baños del museo, descolgado el cuadro y habérselo llevado tranquilamente por el mismo sitio por el que entró.
Aunque la versión de Bunton no acababa de encajar a la policía, que entendía que por su avanzada edad era difícil que hubiera robado el cuadro él solo, el taxista cumplió tres meses de prisión por autoría material e intelectual del delito.
Sin embargo, unos documentos del responsable de la fiscalía pública desclasificados recientemente por el Archivo Nacional británico demuestran que Kempton Bunton no fue el culpable de este robo, mucho menos sofisticado de lo que parecía al principio.
El hijo confiesa
La operación fue gestada por su hijo, John Bunton, quien escaló la pared de la National Gallery con una cuerda dejada por unos albañiles, entró en el museo por los baños y se llevó el cuadro para regalárselo a su padre, que tenía una campaña para que los pensionistas dejaran de pagar las licencias para ver la televisión.
Aunque su padre fue condenado a tres meses de prisión en 1965, Bunton confesó su delito cuatro años después en un ataque de pánico tras haber sido arrestado por una ofensa menor.
«Se lo di a mi padre para que lo utilizara en su campaña por los pensionistas pero al final lo íbamos a devolver a la National Gallery. Me dijo que no confesara, me lo ordenó. Era su deseo», reconoció Bunton hijo en su interrogatorio ante la policía, que no tenía suficientes pruebas y no pudo imputarle.
Llevaba dos semanas expuesto
Cuando fue robado, el «Retrato del Duque de Wellington» (1812) llevaba tan sólo unas dos semanas expuesto en la National Gallery, que lo había comprado por 140.000 libras esterlinas en una subasta unos meses antes.
El delito, cometido el mismo día en que la «Mona Lisa», de Leonardo da Vinci, fue robada en 1911, se convirtió en poco tiempo en uno de los hurtos más célebres en la historia, aunque finalmente se descubrió que la trama era mucho más simple de lo que parecía a priori.
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