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lunes, 4 de agosto de 2014

“No me gustan mis pezones”

“No me gustan mis pezones”

“No me gustan mis pezones”

Tres amigas cuarentonas (la mejor edad de la vida), un pueblo con playa y el calor del verano. Con estos alicientes se construye un relato que, día a día, recorre el camino de Mar: una búsqueda de la felicidad a través de todo aquello que hasta ahora se negó por vergüenza y prejuicios.Más sobre «Mar picada»

 
Han pasado seis horas, ya ha amanecido y aún siento los labios de Nuño en mi boca. Fue un beso intenso, sabroso, húmedo, que me pilló de improvisto. Cuando me quise dar cuenta ,me decía “¡buenas noches!” y se alejaba hacia el interior de su casa.
Las chicas han vuelto tarde. María prácticamente ha caído como un saco encima de la cama y se notaba, por el aliento, que había bebido bastante. “Espero que está vez no haya hecho ninguna tontería como la del selfie desnuda con el alemán”, pienso. Además, iba con Martín, con quien parece que ayer descubrió que tiene una química especial, con lo que estoy segura de que no le ha dejado cometer ninguna bobada. “Como mucho -especulo en mi interior-, han podido liarse, lo que no tengo muy claro si me alegra o me molesta”.
Por el reguero de ropa que he visto en el salón -blusa, camiseta, bermudas, chanclas, minifalda…- está claro que Marta volvió acompañada y no ha dormido sola. La puerta de su habitación está abierta. No puedo evitar la curiosidad y me asomo. “¡Acerté!”. Sobre la cama, completamente deshecha, sobresale el cuerpo desnudo de mi amiga junto al de un hombre.
Preparo un café, salgo a la terraza en busca de la brisa de la mañana y me apoyo junto a la mampara de separación con la esperanza de escuchar un “¡Hola vecina!” que me saque de mis pensamientos. Lo que no tengo muy claro es quién prefiero hoy que lo pronuncie: Martín o Nuño. Un saludo que no se produce porque no hay signos de vida en la casa de al lado.
Al girarme veo el salón a través del ventanal, donde aparece una silueta desnuda que me resulta familiar: es el hippy de las rastas del primer día. “Pobrecito, no sabe que se está convirtiendo en el ‘chico-taxi’ de este verano para Marta”, me atrevo a concluir. “Hay que reconocer que tiene un cuerpo bonito y está magníficamente dotado, pero a mí me dan mucho asco los hippies”, reflexiono.
Bebe un vaso de agua, recoge su ropa desperdigada por el suelo. Es evidente que no lleva calzoncillos porque se coloca las bermudas sin hacer ningún ademán de buscarlos. Termina de vestirse y al levantar la vista me saluda desde el otro lado del cristal antes de desaparecer por la puerta de la calle.
Es día de mercadillo en el pueblo y desde mi atalaya veo cómo empieza a crecer el campamento de puestecillos en el descampado. Me coloco mi vestidito de playa y me lanzo a perderme en busca de un chollo y de algo de fruta y verdura para la casa. Un reguero de gente, guiado por el GPS de la costumbre y la masa, acude al lugar desde todas las calles.
“Me gusta este mundillo de personas normales, de buena gente, sin pretensiones, donde todos se vuelven iguales”, medito mientras avanzo con dificultad. En estos sitios las clases sociales se difuminan. Junto a una anciana vestida de negro eligiendo tomates hay una “señorona de posibles” comentando la calidad del producto. Suceso que puedes encontrar repetido en sus mil variedades en cualquiera de los puestos.
- ¡Hola vecina! ¿Te puedo ayudar con las bolsas?
Me giro como un resorte, como si una descarga eléctrica me hubiera atravesado el cuerpo. Es Nuño, embutido en unas mallas de correr, con la camiseta completamente empapada en sudor que se le pega al cuerpo. Me quedo parada frente a él sin saber qué hacer: “¿Cómo demonios se saluda a una persona que te ha besado la noche anterior?”. Me siento ridícula con las manos ocupadas por la fruta que acabo de comprar.
Nuño no espera a que responda y se inclina para cogerme las bolsas. Lo tengo muy cerca y dudo si debo darle, aunque sólo sea, un beso en la mejilla. “¡Eres una torpe!”, me recrimino ante mi falta de decisión.
- ¡Menudos melones!, me suelta con un sonrisa cómplice.
Instintivamente hago la broma de mirarme el pecho.
- Pues a mí no me parecen para tanto…
- ¡Ja, ja, ja! Definitivamente estás curada. Ya eres capaz de hacer chistes.
Volvemos a casa despacio hablando del tiempo y del pueblecito, pero sin sacar el tema del beso de anoche. Observo sus brazos, perfectamente definidos, y sus manos con largos dedos mientras nos despedimos en la puerta de mi casa.
- Había pensado ir con mi hermano a una cala cercana.
- ¿No será la cala nudista a la que te llevan las lanchas?
- No, no es esa. También es nudista, pero no es la de las lanchas.
- ¡Tu lo que quieres es vernos desnudas!, coqueteo con él.
Frunce el ceño y me mira muy serio.
- Los hombres somos muy simples y nos gusta ver mujeres desnudas. Aunque he de decirte en mi descargo, que yo, por mi profesión, estoy muy sobrado en ese aspecto, por lo que me vas a tener que sacar de la lista de varones de pensamiento único.
Se me queda mirando de forma inquisitiva. Menos mal que comienza a dibujarse una sonrisa malvada en su cara.
- ¿No serás tú la que quiere ver hombres desnudos? Me acabas de decir que fuisteis el otro día a una de esas calas.
Como una ráfaga pasa por mi mente aquella excursión, huyendo del acoso de los Whatsapp de mi ex Marcos y del ex de María, Mauri. Del encuentro con el odioso Martínez -la mano derecha de mi ex-, de los alemanes celebrando el campeonato del mundo de fútbol y de cómo logramos salir de la playa.
- Las mujeres no nos dejamos impresionar por la dotación masculina.
- Eso no es del todo cierto. Hay estudios científicos que han medido la reacción de varias féminas ante la contemplación de varones con distinto tamaño de pene y demuestran que sí os afectan.
- ¡Pues a mí me sacas de ese estudio!, le suelto de forma seca.
- Yo voy a esas playas porque, curiosamente, suelen ser las más bonitas. Luego haré nudismo o no, depende de con quién esté, pero no pienso renunciar a los lugares con más encanto porque haya gente con alergia a los textiles.
Desde luego su lógica es indiscutible, así que quedo con él en que nos recoja dentro de un par de horas, tiempo que necesito para volver a la vida a los cadáveres de mis amigas.
Mientras cierro la puerta, noto que tengo los pezones excitados. La conversación sobre tamaños de penes parece que sí me ha afectado.
El problema ahora viene con el reto de ir a la playa con los vecinos, más allá de que estoy hecha un lío con lo que siento por Martín y su hermano. “No quiero que me vean en topless, no me gustan mis pezones”.
Fuente:ABC.es
Publicado por el ago 4, 2014

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